Ya el planeta, a
cada segundo, es una sola evidencia de consecuencias que, una tras otra, nos
mantienen con vida. Algún poeta, uno no tan bueno, pero inspirado, podría decir
vagamente que “nada está puesto al azar, somos un milagro divino, una creación
poderosísima”.
Yo le diría a
ese poeta que, lo realmente poderoso de esta creación, es que no hay ningún
poder, ni nigún creador detrás. Que no existe intención alguna, que somos una
casualidad. Que nos explica simplemente una distancia perfecta entre la Tierra
y el Sol. Y que soles, hay millones por conocer.
Defender una de
las dos posturas anteriores ha determinado, desde que existe el hombre, una
lucha, a muerte, por la verdad. Ese desorganizado afán por encontrar la fuente
del conocimiento nos ha mantenido, durante miles de años, como la única
especie que razona en este particular planeta, pero que, aún así, no ha logrado
ponerse de acuerdo. En cambio, nos hemos matado una y otra vez y, mientras haya
vida, lo seguiremos haciendo, por cualquier motivo.
Traigo entonces
una verdad absoluta, y a la vez, inútil.
Dios sí existe,
pero solo en la Tierra.