octubre 17, 2013

Corrientes

De repente, llegan siempre los mismos recuerdos, porque la memoria es selectiva –sí, eso ya lo sabíamos– entonces cada que avanzás y miras atrás, te das cuenta, sin querer, que hay un enfoque, un zoom involuntario a los mismos recuerdos, por ahí no sé si son lo más importantes –lo que no sabíamos es que la memoria tiene voluntad propia–, pero seguro no podríamos seguir si cargáramos con el peso de todas las memorias, de cada detalle. Y vos ya, seguís, y te das cuenta que repetís las mismas historias de cuando eras chico, con un pequeño aire de nostalgia, arrastrado por la corriente. Como tus viejos.

Y es que la vida te cambia sin notarlo, porque avanza despacio, al ritmo de la rutina, hasta que los planes de los grandes cambios te sorprenden a la vuelta de la esquina, como si nadie te hubiera contado, como si no te hubieran invitado a la fiesta, como si el baile no fuera con vos. Te despistás un segundo y te lleva la corriente, te perdés.

A veces, te toca mirar desde la tribuna cosas que querías vivir. Pero que sí, que la vida cambia sin darnos cuenta, y esos cambios son como corrientes de agua, corrientes de amigos, de trabajos, de rutinas. Y es que después de cierta edad, encontrarse en la corriente ya no es más cuestión de compartir los gustos, es que la corriente ya lleva tanta inercia, tanta fuerza, que juntarse requiere un esfuerzo enorme; pero igual jugamos a coordinar las corrientes, a buscarnos, como si nuestras fuerzas de voluntad fueran suficientes...

Entonces preferimos seguir, y esperar.

Otras veces, nos toca bailar en fiestas que hubiéramos querido mirar desde la tribuna, o tal vez, ni siquiera. ¡Pero que sí, que la vida cambia sin darnos cuenta!, y mientras más tiempo haya avanzado la corriente, más fuerza necesitás para hacer el cambio.

Mirás atrás y seguís avanzando, ya no podés parar. Entonces preferís seguir.

¿Te gustó? Bueno, de qué otra forma podía ser escrito un relatito que se llame Corrientes.

marzo 20, 2013

Los poetas, la verdad



No soy un poeta.

No porque no encuentre los adjetivos perfectos, el ritmo y las siluetas literarias para describir con precisión los más profundos sentimientos, sino porque estoy convencido de que los poetas dicen la verdad.

Sí, lo leí en el último artículo de Hector Abad sobre Piedad Bonnett, lo oí en las canciones de amor rosadas sin éxito de un no-cantante desconocido, y en la amargura y el caos de una canción sobre el final de un amor de un compositor exitoso.

Qué importa quiénes son, los poetas se reconocen a simple vista entre los que no somos poetas o somos simples mortales, porque nos generan algo de incomodidad o vergüenza combinada con una admiración que no llega a ser envidia.

Y es que como carezco de esa capacidad poetiza, no llego al punto de querer andar siempre desnudo, gritando la verdad con un cartel en la frente, sellándola en cada palabra que digo o escribo. Como dice Fito Páez, no quiero “vivir atormentado de sentido”, en una canción que es pura poesía.

No soy un poeta y no me gusta la poesía.

Prefiero andar vestido siempre. No tanto porque me avergüence de mi desnudez sino porque prefiero tener la posibilidad de ser siempre distinto, de lucir de otra forma, de cambiar. Sí, admiro más a los magos que a los poetas, a los actores, que encarnan siempre un personaje diferente, a los escritores que inventan personajes e historias de ficción. A Poe, a Stephen King, a Cortázar, a García Márquez, a Capote y hasta a Saramago, el más realista, que también sucumbió al arte de crear misterios, vidas truncadas e imperfectas.

Como dice Hector Abad en su artículo, “De los poetas uno se espera la verdad, y Piedad Bonnett es ante todo poeta, y gran poeta: por eso su libro, sin hacerle honor a su nombre, es despiadadamente cierto, despiadadamente verdadero y, por esto mismo, despiadadamente valiente. La valentía consiste en decir la verdad a pesar de que a muchos no les guste oírla, a pesar del dolor inmenso de tener que desgarrarse para decirla”.

No soy valiente.

Y me atrevo a decir que los Poe y los King, los más crudos y sangrientos, o los Cortázar y los Gabos, los más pintorescos, tampoco lo son. Los que no somos poetas somos unos cobardes que ya no sabemos cuál es la verdad, si la que vivimos o la que escribimos.

Pero admiro a los Poetas.

Entonces mañana iré a una librería y compraré Lo que no tiene nombre.