No hay una sensación más refrescante que la de estar acostado en una cama que no es la tuya y comenzar a adaptar lentamente el cuerpo a su dureza, mirar irremediablemente el techo, un nuevo techo con una luz diferente y un novedoso olor a nada. Estar cómodo, sin zapatos, sin medias, en cortos y camiseta. Empezar a dormirse porque nadie te molesta, nadie se preocupa por que estés ahí, cerrar los ojos y ya está.
La cama, que no es la tuya, tampoco es la de tu novia, ni la de ninguno de los que viven en tu casa, ni de alguno de los que viven en la casa de tu novia. No, no es de ningún amigo tuyo, tampoco de ella, no es de nadie que trabaje contigo ni de algún conocido de tu familia. ¡Ya sé! De un amigo de un amigo. No, no es de nadie.
En realidad es una pobre cama sin dueño, pero no está tan fácil, es que no es de un hotel, ni de un motel, ni de una finca. Es una cama tan prostituta como la de un prostíbulo, pero bueno, aquí sólo cabe uno, lo juro.
A tu lado, en otra de estas escasas camitas, reposa otro ser que te dobla en años, del sexo opuesto, con vestiduras que bien podría lucir alguien de la mitad de tus años, disfrutando la misma sensación –espero– en una cama tan especial como la que te sostiene.
Solamente a veces se puede disfrutar de un placer tan exclusivo cuando vas a hacer fisioterapia.
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